Dentro de poco se cumplirán tres
años desde que nació mi niña. Han sido tres años intensos, de aprendizajes
continuos, de reacomodarnos, de convertirnos en una familia de cuatro, que cada
vez se consolida más y mejor. Para nada ha sido fácil, hemos crecido “a la
fuerza”, a fuerza de adaptarnos, de criar casi en paralelo dos bebés, con
pañales, coches, cunas y ¡ni qué decir de la teta! Pero ese tema mejor lo dejo
para otro post, uno especialmente dedicado a la lactancia prolongada…
Ahora cerquita a los tres años,
con una niña que ilumina su andar, que habla perfectamente, que camina, corre, trepa, baila, canta, que enamora, engatusa y chantajea, pero
que sobre todo defiende con gran pasión lo que quiere, me siento agradecida con
la vida. Ser mujer y tener una niña es un regalo hermoso, es una complicidad
única, es identificación, sintonía. Mirarme en ella, reconocerme,
sentirme. Recordarme niña, imaginarla mujer. Volver al pasado y tener presente
la relación con mi madre, de mujer a mujer y tener ahora que formar una propia
con mi hija, es una gran tarea, compleja, difícil, pero sin duda una labor
que me permite (eso intento) ser una mejor persona. Aprender de mi hija y de mi
madre y así entre las tres, construir ese hilo femenino de complicidad, de confabulación,
de intimidad.
No vayan a creer que no me
encanta o no atesoro la relación con mi niño, ¡de ninguna manera! Ser mamá de
un niño es una aventura de principio a fin. ¡Adrenalina pura! Pero esta vez
quiero darle un toque más femenino a esta entrada, pensar en el tercer
cumpleaños de mi hija, me ha dado fuerzas para escribir sobre su llegada. No pude hacerlo en su momento, la demanda de tener dos niños, de
reorganizarnos todos, de ir aprendiendo a ser cuatro, hizo que dejara este
relato para más adelante. Siento que ha llegado el momento.
Hace 3 años, estaba en la semana 39 de embarazo, me
recuerdo grande, pesada, adolorida por momentos y tratando de
compartir mi tiempo entre el trabajo, Ramiro que tenía 1 año y 4 meses y Josefina
en la panza. Estiraba el tiempo como sea para llegar a mis clases de yoga
prenatal, estaba convencida que esa práctica y el acompañamiento de Paulina (mi
profesora) habían sido la clave del éxito de mi primer parto. Con esa
experiencia en mi mochila, de haber parido sin epidural ni ninguna asistencia
médica, lo más natural que se puede hacer en una clínica, hizo que me sintiera casi super
poderosa para llegar con esa misma seguridad y confianza al nacimiento de
Josefina.
Empecé mis primeras contracciones
como a las 4 de la mañana, si bien eran leves y manejables, mi cuerpo ya se
empezaba a preparar para el “trabajo” de parto. Si existe algún
trabajo en el mundo, es sin duda, el de parto. A las 6 de la mañana me
levanté para ir al baño y me di con la sorpresa que estaba sangrando muchísimo,
más de lo que se puede esperar que salga del tapón mucoso. Me asusté y creo que
producto del susto me pareció que Josefina ya no se movía dentro de mi panza. Desperté
a Alejandro y le dije que quería ir a la clínica, quería que me vieran, me
dijeran que todo estaba bien y luego, regresar a mi casa a hacer mi trabajo de
parto. Como había hecho con Ramiro y como no dudaba tenía que hacer esta
segunda vez. Así es que en pijama, me puse zapatillas y salimos. Recuerdo haber
sentido pena de dejar a Ramiro dormido, hubiera querido contarle lo que pasaba, pero ser madre de dos, rápidamente te hace entender que hay
momentos en que no puedes estar con tus dos hijos a la vez y en ese instante era Josefina quien me necesitaba. Además, me decía a mí misma, voy y regreso.
Llegamos a la clínica y me pusieron los chupones para monitorear a mi bebé. Felizmente
estaba todo bien, ella y yo. El sangrado seguía, pero la verdad ya no me
importaba, quería pararme, dar las gracias y regresar a mi casa. Pero al
parecer cuando uno entra a los dominios de una clínica, difícilmente puede
salir de ahí. Tuve que esperar que bajara el doctor a verme. Muy distinto a mi
primer parto, ese día fue domingo, el doctor estaba ahí solo por mí, examinándome
y esperando el momento en que llegara Ramiro. Fui la única en la clínica esa noche. Esta vez fue un día de semana, el doctor estaba atendiendo consulta mientras yo lo esperaba en la sala de dilatación. Cuando bajó, me examinó y me dijo “ya
estás en casi 6, yo te diría que te quedes, es un segundo parto y va a ser más
rápido que el anterior”. Sentí en esas palabras una sentencia que no esperaba.
Quería
regresar a mi casa, bañarme, ¡quitarme la pijama! comer algo, decirle a mi hijo
que muy prontito iba a nacer su hermana, pero sobre todo, quería prepararme
emocionalmente para recibir a mi niña, necesitaba conectarme conmigo misma,
escucharme, tomarme el tiempo que mi cuerpo me pedía, estar a solas, en un espacio íntimo, personal, propio, vivir mis contracciones a mi
ritmo, como lo necesitamos todas las mujeres y como yo había deseado que fuera.
Nada de eso sucedió, en ese
momento Alejandro se fue a gestionar mi ingreso y llamar a mi mamá para pedirle
que vaya a ver a Ramiro, ya que no íbamos a regresar a la casa porque estaba
por dar a luz en cualquier momento. Esos minutos que Alejandro salió de la sala
de dilatación para mi fueron eternos, me sentí completamente sola, derrumbada. Estaba
agotadísima, había llegado a 6 de dilatación echada en una camilla, la peor de
las posiciones. A insistencia mía logré quitarme los chupones y pararme,
intentaba caminar, hacer mis ejercicios de relajación, respiración, balancearme
sobre la pelota, nada funcionada. Tenía mucha hambre, no había comido nada en
todo el día y no me dejaban comer. Recuerdo haber tomado agua de manera clandestina
en un bidón que estaba cerca, ¡pero ni eso me dejaban! Estaba molesta con la
situación y con la forma como estaba esperando la llegada de Josefina, tan
distinto a lo que deseaba.
Cuando Alejandro regresó, lo
abracé y me puse a llorar. Él no entendía lo que me pasaba, nadie lo entendía
en realidad. Las enfermeras pensaban que sentía mucho dolor y sí, eso es lo que
sentía, pero no solo físico, me dolía estar metida en ese espacio tan frio y público
y tener que quedarme ahí. Me sentía atrapada. Luego de eso, todo empeoró,
empecé a avanzar en la dilatación, debía estar en 7 u 8 y el cansancio que
sentía era enorme. Cansancio físico evidentemente pero también emocional, toda
esa situación de frustración me estaba pasando factura. Sentía que no tenía
fuerzas, que no iba a poder llegar a 10, estaba aturdida, triste,
desesperanzada. Lo único que atiné fue a pedir que me pongan epidural, ¡ya
había intentado de todo! caminar, la pelota, pensar en otra cosa, conectarme
con mi bebé, nada funcionó. Yo estaba en otra sintonía y no podía más.
Mientras me ponían la epidural me
sentía tan vulnerable, la posición en la que estaba, la aguja enorme, el líquido
frío entrando por mi cuerpo, era una sensación espantosa. Luego de eso ya no podía
estar de pie, tenía que quedarme echada esperando que mi cuerpo mágicamente
llegara a 10 de dilatación. Después de la anestesia me puse a llorar
desconsoladamente, sentía que estaba abandonando a mi bebé, que ella estaba haciendo
todo su esfuerzo dentro mío por nacer y yo me había rendido y había dejado de
hacer mi trabajo. Sentía que echada no ayudaba a mi cuerpo, no me conectaba
conmigo mismo, no estaba en la misma sintonía que mi bebé. Lloraba y nadie
entendía lo que me sucedía, o eso era lo que yo sentía en ese momento. “¿Te sigue doliendo?” me preguntó la anestesióloga, me
dolía el corazón, esa sensación de estar abandonando a mi hija me partía el
alma.
Sabía que era algo mío, Josefina nacería igual con epidural o sin epidural, pero para mí, que valoro tanto el contacto mamá-bebé y que considero además que el trabajo de parto es un trabajo de a dos, el bebé hace su chamba para descender por el canal vaginal y la mamá, conectada con su bebé, siente como su cuerpo se va abriendo poco a poco a medida que aumentan los centímetros de dilatación. Además, que se pueda vivir de manera natural, sin nada que te apure como la oxitocina o te quite el contacto con tu cuerpo como la epidural. Eso que tanto valoro y que tanto deseaba vivir, esa vez no fue posible.
Sabía que era algo mío, Josefina nacería igual con epidural o sin epidural, pero para mí, que valoro tanto el contacto mamá-bebé y que considero además que el trabajo de parto es un trabajo de a dos, el bebé hace su chamba para descender por el canal vaginal y la mamá, conectada con su bebé, siente como su cuerpo se va abriendo poco a poco a medida que aumentan los centímetros de dilatación. Además, que se pueda vivir de manera natural, sin nada que te apure como la oxitocina o te quite el contacto con tu cuerpo como la epidural. Eso que tanto valoro y que tanto deseaba vivir, esa vez no fue posible.
En medio de llantos y momentos de
calma que llegaron después, me dio unas enormes ganas de pujar. Fue muy muy
rápido, desde que llegué a la clínica hasta que di a luz habrán pasado unas 4
horas (con Ramiro demoré alrededor de 36). Me llevaron a la sala de partos y al
primer pujo ya había salido Josefina, ¡al primero! Era increíble, así de rápido
había llegado mi niña, decidida a pesar de los lloriqueos de su madre, fuerte,
intensa, llena de vida. De la misma forma como se ha mantenido estos 3 años.
He necesitado de este tiempo para
curarme de ese primer encuentro con mi hija, he aprendido que la vida nos da
lecciones en todo momento y cuando menos lo esperamos. Que hay que afrontar con
firmeza cuando las cosas no salen como uno las desea. Y que hay diversas
historias de madres, hijos, partos, lactancias, todas válidas, sinceras,
honestas, desde el corazón. Historias que nos ayudan a crecer, a encontrarnos
con nuestras debilidades y limitaciones, que nos hacen más sensibles, más
humanas, más mujeres. Por ese camino femenino es que quiero seguir transitando,
caminando ahora de la mano de mi hija, abrazada por mi madre y acompañada siempre
por mujeres maravillosas, parte de mi tribu materna, que enriquecen mi caminar.