En los últimos doce años me he
mudado seis veces. Seis. Dejé la casa de mis padres para irme a estudiar fuera
del país, luego regresé y en poco tiempo me fui a vivir “sola”, lo pongo entre
comillas porque fue un primer pinino de lo que significaba vivir como adulto
independiente y responsable (si es que algo así puede ocurrir a los
veintitantos). Luego pasé de vivir sola, a vivir en pareja y después ¡a vivir
en familia! Estos últimos años han sido intensos, de enorme movimiento y
crecimiento.
Cada mudanza trajo consigo una
gran ilusión, cada una de ellas implicaba no solo novedad, sino una profunda
convicción de que quería dar ese paso, como ir de menos a más. Al menos así lo sentía yo, pasé de ser dependiente a independiente, de
tener un espacio alquilado a uno propio, de un depa pequeño a uno más grande y
con cada cambio aumentaba también el número de personas que nos movíamos,
primero yo sola, luego con Alejandro, ¡luego con Ramiro y finalmente con
Josefina en la panza!
Y así fuimos anidando, haciendo
propio el espacio que nos acogía, formando hogar. La mayor parte de este tiempo
la hemos pasado en un depa hermoso en donde Ramiro llegó de 12 meses y nació
Josefina. Un espacio que nos quedaba enorme cuando recién llegamos y que nos
demoró años implementar, digamos que siempre teníamos algo pendiente por
terminar. A decir verdad, nos hemos ido de esa casa, sin haber hecho todo lo
que planeábamos hacer y ya en los últimos meses tiramos la toalla, porque “ya
nos íbamos”. Y ese “ya nos vamos” duró tanto, pero tanto, que hasta nos daba vergüenza
cuando nos preguntaban “¿ya se mudaron?”.
Después de siete meses de haber encontrado
un nuevo lugar y de haber decidido mudarnos, llegó el día en que Alejandro me
dijo “ahora sí nos mudamos este viernes”. Debo confesar que esa frase ya la había
escuchado como unas seis veces antes y cada una de esas veces la fecha se iba
aplazando y la mudanza se seguía dilatando.
Pero llegó el día en que fue
real, en que nuestras cosas fueron siendo guardas en cajas, desde las más
pequeñas hasta las más grandes y transportadas en un camión gigante, el más
grande que haya visto en mi vida. Fueron alrededor de 90 cajas, la cantidad de
objetos que salían de ese camión gigante fue sorprendente. Así como fue
sorprendente subir por los aires un ropero de dimensiones también enormes y nuestro colchón y nuestros muebles de sala y… así por el estilo.
Todo ese movimiento físico, todo
ese traslado, todo ese cambio de lo externo, ha tenido sin duda, el mismo
impacto o hasta mayor en lo interno. Ha sido esta sexta mudanza la que literalmente
me ha movilizado, quitándome las paredes y el piso que le daban estructura a mi
rutina, a lo familiar, a lo cotidiano. Pero a cambio, la vida me ha regalado unas
paredes completamente nuevas, para que empiece a hacerlas mías, a sentirlas parte
de mi nuevo hogar, de mi nuevo espacio. Con la hermosa oportunidad de corregir,
de enmendar, de botar lo viejo y sacar lo nuevo. Y a esa tarea nos estamos
dedicando por ahora.
No viene siendo fácil, porque
esta vez nos hemos mudado cuatro personas, ya no hay bebés, sino niños acostumbrados
a unas formas, a unos tiempos y a unas paredes específicas, que ahora han
cambiado. Y aunque todos hemos participado y hemos aceptado ese cambio, el costo
de adaptarse cuesta y nos cuesta a todos. Nos cuesta saber que lo que todavía
no encontramos “debe estar en alguna caja”, nos cuesta tener trabajadores haciendo
“algo” en la casa, nos cuesta saber que lo que antes era así, ahora es asá, pero
sobre todo, lo que a mí más me cuesta, es cerrar una etapa y abrir otra.
Sé que la casita que nos
acogió durante nuestros primeros años como familia, ahora forma parte de
nuestros más hermosos recuerdos y sé también que nuestra tarea ahora es empezar a crear
nuevas historias, nuevos recuerdos, en este espacio recién estrenado, tan lleno de luz, de color y de amor. Y ese es
un gran regalo de la vida.