viernes, 1 de enero de 2021

Dejar la casa

 

¿Cómo se puede dejar la casa en un tiempo en el que estamos todas las horas del día y todos los días del mes dentro de ella? Esa es una de las tantas cosas que me ha tocado vivir en este 2020 que por fin se fue.

Después de 15 años dejé de trabajar en Ipsos y me embarqué en una aventura laboral diferente, desafiante y desconocida. Ahora, viéndolo en retrospectiva, estoy convencida que solo una pandemia sería capaz de alejarme laboralmente de la que ha sido mi casa en todo este tiempo, porque además no solo era mi casa, sino también mi familia, esa familia cercana que te conoce de toda la vida, desde que eras soltera, desde que no tenías hijos, desde que no sabías nada de lo que sabes ahora, desde que te rebelabas a las “órdenes” de tus superiores, desde que creabas caos y luchabas contra el sistema, porque hasta eso me dejaban hacer en Ipsos (o bueno Apoyo en ese tiempo) cuestionar, proponer, cambiar. Después de tantos años, siento un profundo agradecimiento porque en esa casa azul, que luego se convirtió en un edificio empresarial, me he sentido auténtica, plena, escuchada, querida y eso para mi ha significado mucho.

Desde hace varios años, siete para ser exacta, cambié la forma de trabajar que tenía y pasé a un régimen más independiente, sin horarios fijos, solo cumplimiento de responsabilidades y tareas, que yo misma administraba e incluso decidía si aceptaba o no. A lo largo de todo ese tiempo, mientras me sumergía con mayor profundidad en mi rol materno y descubría otros caminos e intereses, me fui alejando poco a poco de mi trabajo en Ipsos. Cada vez estaba más fuera que dentro, menos enterada, menos involucrada, con menos tareas y más tiempo libre para dedicarlo a las muchas otras actividades en las que me fui sumergiendo. Rincón de cuentos ha sido una de ellas, un emprendimiento hermoso que en este 2020 ha empezado a volar con alas propias.

En los últimos dos años, mientras mis hijos dejaban el nido y empezaron a ir al colegio, yo lograba ordenar un poco mejor mi rutina y empecé a sentir que debía destinar mi energía y mis ganas de crear, a alguna actividad distinta a la de Ipsos, sentía que ya había cumplido un ciclo y era momento de buscar otros caminos, pero no tenía muy claro el rumbo, así es que no tomaba ninguna decisión concreta. Seguía explorando por mi cuenta, probando otros espacios en donde fundamentalmente me sintiera cómoda y en total sintonía con mis intereses. En esos caminos andaba, cuando los primeros días de marzo, decidí empezar en una nueva chamba, una responsabilidad bien delimitada, de medio tiempo o menos, que si bien no era una posición que me encantaba, sí me entusiasmaba la posibilidad de trabajar en esa empresa y con esa motivación acepté. Además, como era algo de medio tiempo, yo podía seguir con mis responsabilidades en Ipsos y pretendía cuidar también el tiempo con mis niños, que es algo que había decidido respetar desde que me convertí en madre.

Y de pronto, llegó el 15 de marzo, confinamiento – pandemia – estado de emergencia - #quédatencasa. Todo de cabeza, todo paralizado, de manera violenta y desconcertante. Esa crisis que atravesaba a todo el planeta se iba enraizando en mi día a día, desbaratando todo el orden que con mucho esfuerzo había logrado tener. Ya no llevaba a mis hijos al cole, ni los recogía, ni los acompañaba a cumpleaños, ni íbamos al supermercado, ni nada de lo que antes consumía una gran cantidad de mi día a día. ¿Entonces que hacía si además mis dos trabajos de medio tiempo y mi emprendimiento habían quedado en stand by? Entrar en trompo obviamente, yo que todo el día estaba haciendo mil cosas, de pronto tenía muy poco que hacer, laboralmente me refiero, porque con dos niños en casa, sin colegio y en pleno verano, el descanso no era una posibilidad de ninguna manera. 

Entonces le dije a Fernando, quien ahora es mi jefe, “si necesitas ayuda con algo, pásame la voz”. Y así empezó esta aventura. Desde hace siete meses me he sumergido en el mundo de las empresas industriales, de las exigencias de la seguridad y salud en el trabajo, de las implementaciones de los protocolos COVID, de los sindicatos, resoluciones ministeriales, entre otros desafíos enormes que ha traído este maravilloso 2020. Todo esto, desde la mirada de las comunicaciones, área que lidero desde junio y que me ha permitido aprender, explorar, proponer, crear, cambiar y reinventarme laboralmente.

Grupo JLB, donde ahora trabajo a tiempo completo, es un grupo familiar empresarial formado por varias empresas, las más grandes son industriales, dedicadas a producir papel, cartón y empaques flexibles. Mis nuevos compañeros son ingenieros, la gran mayoría hombres, de pocas palabras y cierta seriedad. Un cambio radical si lo comparo con el equipo chacotero con el que había vivido 15 años en Ipsos, sin embargo, en esa practicidad y claridad para ver las cosas, he aprendido muchísimo, porque saliendo de nuestra zona de confort, crecemos, experimentamos y mejoramos.

A mis nuevos compañeros de trabajo los he conocido por videoconferencias, no hemos compartido oficina, ni almuerzos, ni cumpleaños, ni hemos jugado al amigo secreto. A la gran mayoría no los he visto nunca en persona y aun así, siento como si los conociera de siempre. Quizás es porque los he conocido en época de crisis, en momentos en los que se tenía que trabajar todas las horas del día y todos los días de la semana, poniendo el hombro, dando más de lo que se podía, aprendiendo en el camino cómo hacerle frente a una pandemia y a una situación que cambiaba las reglas de juego casi a diario. Priorizando la salud y el bienestar de los trabajadores, adaptándose a los cambios, respondiendo a las exigencias de los clientes, cuidando la producción y la continuidad de la cadena de suministros, para que todos podamos seguir teniendo acceso a productos de primera necesidad.

Ha sido ese compromiso intenso que he visto solo en estos siete meses el que me cautivó, entusiasmándome y animándome a asumir el reto, o mejor dicho, a subirme a una montaña rusa, de la cual todavía no me bajo. Y aunque ya disminuyó un poco la velocidad, de vez en cuando hay subidas extremas que hacen que la diversión y la tensión sigan presentes. Pero de eso se trata la vida, siempre he pensado que si todo estuviera en calma, sería sumamente aburrido y como me gusta divertirme, pues ahí voy, cerrando los ojos por momentos, gritando por otros y hasta llorando de angustia y de risa, todo a la vez.

Empiezo el próximo año con un nuevo reto, además del de comunicaciones, y me siento feliz. Porque todo está por crear, lo cual es una enorme oportunidad para innovar, proponer, pensar fuera de la caja, pero también para escuchar, aprender, estar en contacto con otras personas y otros equipos, mirar desde sus ojos y nuevamente, salir de mi zona de confort.

Y todo esto ha sido posible únicamente porque Alejandro, Ramiro y Josefina han estado a mi lado, sosteniéndome, dándome espacios de calma cuando los necesitaba, exigiéndome orden, organización, cuidado, atención al detalle y al panorama completo. Y también porque Rosana y Jorge, mis padres maravillosos, han estado cerca cuando más los he necesitado, con una compañía incondicional, amorosa y sabia. Esa que solo los padres saben darles a los hijos, esa que procuro ser yo para mis hijos también.  

Hoy empieza un nuevo año y aunque sigo revolcada por el remolino del 2020, me siento contenta y entusiasmada. Después de todo, cambiar de chamba y de rubro, a los cuarenta años y en plena pandemia ha sido un regalo o al menos así lo he recibido yo. 

jueves, 5 de septiembre de 2019

MU-D A N Z A


En los últimos doce años me he mudado seis veces. Seis. Dejé la casa de mis padres para irme a estudiar fuera del país, luego regresé y en poco tiempo me fui a vivir “sola”, lo pongo entre comillas porque fue un primer pinino de lo que significaba vivir como adulto independiente y responsable (si es que algo así puede ocurrir a los veintitantos). Luego pasé de vivir sola, a vivir en pareja y después ¡a vivir en familia! Estos últimos años han sido intensos, de enorme movimiento y crecimiento.

Cada mudanza trajo consigo una gran ilusión, cada una de ellas implicaba no solo novedad, sino una profunda convicción de que quería dar ese paso, como ir de menos a más. Al menos así lo sentía yo, pasé de ser dependiente a independiente, de tener un espacio alquilado a uno propio, de un depa pequeño a uno más grande y con cada cambio aumentaba también el número de personas que nos movíamos, primero yo sola, luego con Alejandro, ¡luego con Ramiro y finalmente con Josefina en la panza! 

Y así fuimos anidando, haciendo propio el espacio que nos acogía, formando hogar. La mayor parte de este tiempo la hemos pasado en un depa hermoso en donde Ramiro llegó de 12 meses y nació Josefina. Un espacio que nos quedaba enorme cuando recién llegamos y que nos demoró años implementar, digamos que siempre teníamos algo pendiente por terminar. A decir verdad, nos hemos ido de esa casa, sin haber hecho todo lo que planeábamos hacer y ya en los últimos meses tiramos la toalla, porque “ya nos íbamos”. Y ese “ya nos vamos” duró tanto, pero tanto, que hasta nos daba vergüenza cuando nos preguntaban “¿ya se mudaron?”.

Después de siete meses de haber encontrado un nuevo lugar y de haber decidido mudarnos, llegó el día en que Alejandro me dijo “ahora sí nos mudamos este viernes”. Debo confesar que esa frase ya la había escuchado como unas seis veces antes y cada una de esas veces la fecha se iba aplazando y la mudanza se seguía dilatando.

Pero llegó el día en que fue real, en que nuestras cosas fueron siendo guardas en cajas, desde las más pequeñas hasta las más grandes y transportadas en un camión gigante, el más grande que haya visto en mi vida. Fueron alrededor de 90 cajas, la cantidad de objetos que salían de ese camión gigante fue sorprendente. Así como fue sorprendente subir por los aires un ropero de dimensiones también enormes y nuestro colchón y nuestros muebles de sala y… así por el estilo.

Todo ese movimiento físico, todo ese traslado, todo ese cambio de lo externo, ha tenido sin duda, el mismo impacto o hasta mayor en lo interno. Ha sido esta sexta mudanza la que literalmente me ha movilizado, quitándome las paredes y el piso que le daban estructura a mi rutina, a lo familiar, a lo cotidiano. Pero a cambio, la vida me ha regalado unas paredes completamente nuevas, para que empiece a hacerlas mías, a sentirlas parte de mi nuevo hogar, de mi nuevo espacio. Con la hermosa oportunidad de corregir, de enmendar, de botar lo viejo y sacar lo nuevo. Y a esa tarea nos estamos dedicando por ahora.

No viene siendo fácil, porque esta vez nos hemos mudado cuatro personas, ya no hay bebés, sino niños acostumbrados a unas formas, a unos tiempos y a unas paredes específicas, que ahora han cambiado. Y aunque todos hemos participado y hemos aceptado ese cambio, el costo de adaptarse cuesta y nos cuesta a todos. Nos cuesta saber que lo que todavía no encontramos “debe estar en alguna caja”, nos cuesta tener trabajadores haciendo “algo” en la casa, nos cuesta saber que lo que antes era así, ahora es asá, pero sobre todo, lo que a mí más me cuesta, es cerrar una etapa y abrir otra. 

Sé que la casita que nos acogió durante nuestros primeros años como familia, ahora forma parte de nuestros más hermosos recuerdos y sé también que nuestra tarea ahora es empezar a crear nuevas historias, nuevos recuerdos, en este espacio recién estrenado, tan lleno de luz, de color y de amor. Y ese es un gran regalo de la vida.

jueves, 14 de diciembre de 2017

Con agüita y con arena, sueños vamos a inventar


Esta mañana fue la despedida de los niños que terminan el nido. Con un ritual muy significativo, se dijeron adiós varios niños hermosos, que parten a nuevos rumbos, entre ellos Ramiro. Ha sido una semana cargada de diversas emociones, lo hemos sentido claramente todos en casa, especialmente Ramiro, quien al igual que la madre, empezó a hacer notar sus primeras somatizaciones. ¡Qué difícil es despedirse! Soltar, dejar ir, aventurarse a lo nuevo, confiar en lo que viene, crecer… Y más difícil aún es acompañar este proceso, como si se tuviera alguna certeza de cómo hacerlo, como si la tristeza y la ilusión de los inicios y finales, nos permitieran pensar o sentir con claridad. Así, sin saber cómo, vamos viviendo con nuestros hijos cada momento de sus vidas, cada crecimiento, cada alegría, cada conquista, pero también sus tristezas y miedos, sus peleas y caídas y como hoy, vamos viviendo juntos nuestras primeras despedidas.

Han sido más de 4 años caminando juntos en La Casita, llegamos en agosto del 2013 cuando Ramiro tenía solo 6 meses. Cada lunes por la tarde, nos reuníamos para “jugar”, pero en realidad, entrar a la sala de juegos de bebes, era entrar en un espacio mágico, en un momento en lo que lo único que importaba era esa hermosa e intensa diada mamá-bebé, sin tiempos, sin juicios, sin instrucciones. Estando en La Casita aprendí a observar y respetar los tiempos de desarrollo de mi bebe, escuché por primera vez sobre atención temprana, pedagogía libre, la importancia de la autonomía en los niños y el sentido de los límites. Conocí una nueva forma de jugar, de explorar, de crecer, de hacer y fui sintiéndome acompañada, sostenida, mirada, querida.

La Casita ha sido (y seguirá siendo porque Josefina se queda todavía) el referente más importante de nuestra familia. Después de la casa, es el lugar en el que más tiempo pasan nuestros hijos, pero es sobre todo, el espacio que les ha permitido vivir su niñez a plenitud y por eso estoy profundamente agradecida. Por cada mañana de parque explorando en la tierra, descubriendo bichos, recogiendo ramitas, hojas y piedritas, por la ropa tan sucia que es una prueba de lo bien que lo han pasado. Por el taller de arte y todas las construcciones y creaciones que hacían a diario, por esa casa hermosa de dinosaurios (con huevos incluidos), por los dibujos y las pinturas, sin indicaciones, sin estímulos, sin patrones, por dejarlos crear, creer, crecer. Por el arenero y el chirimoyo, ese árbol maravilloso que le ha permitido a Ramiro sentirse grande a medida que lo iba trepando más y más. Por la canción de bienvenida de cada mañana, por las deliciosas (y saludables) loncheras compartidas, por los paseos caseteros, por las excursiones fuera de La Casita, por la paciencia, el cariño, las miradas y los abrazos. Por el grupo hermoso de padres y madres, con quienes hemos ido creciendo en este camino de la crianza y se han convertido en un grupo de referencia muy importante, pero sobre todo muy querido. ¡Por todo lo que me ha dejado La Casita en este tiempo, solo puedo decir gracias!

Estoy segura que Ramiro siente lo mismo y aunque habla con mucha ilusión de su colegio grande, también me ha dicho que quisiera quedarse un año más en La Casita. Sin embargo, confío en que Ramiro está preparado para vivir esta despedida, por lo menos está más preparado que yo, eso sin lugar a duda. Confío en él y en su forma apasionada de conocer el mundo, en sus enormes deseos de aprender, de preguntar, escuchar, ver, escribir, reconocer letras, lugares, olores. Veo a mi hijo y tengo la certeza que el próximo año será el comienzo de un gran camino que empezaremos a recorrer juntos.


Ver crecer a nuestros hijos es una experiencia indescriptible, crecemos con ellos, no hay duda, pero en ese crecimiento vamos dejando atrás esa relación intensa y hermosa de dependencia absoluta, para pasar a ser, acompañantes amorosos y respetuosos de sus propios descubrimientos y de sus nuevos caminos.


viernes, 2 de junio de 2017

Cuando llegó Josefina...

Dentro de poco se cumplirán tres años desde que nació mi niña. Han sido tres años intensos, de aprendizajes continuos, de reacomodarnos, de convertirnos en una familia de cuatro, que cada vez se consolida más y mejor. Para nada ha sido fácil, hemos crecido “a la fuerza”, a fuerza de adaptarnos, de criar casi en paralelo dos bebés, con pañales, coches, cunas y ¡ni qué decir de la teta! Pero ese tema mejor lo dejo para otro post, uno especialmente dedicado a la lactancia prolongada…

Ahora cerquita a los tres años, con una niña que ilumina su andar, que habla perfectamente, que camina, corre, trepa, baila, canta, que enamora, engatusa y chantajea, pero que sobre todo defiende con gran pasión lo que quiere, me siento agradecida con la vida. Ser mujer y tener una niña es un regalo hermoso, es una complicidad única, es identificación, sintonía. Mirarme en ella, reconocerme, sentirme. Recordarme niña, imaginarla mujer. Volver al pasado y tener presente la relación con mi madre, de mujer a mujer y tener ahora que formar una propia con mi hija, es una gran tarea, compleja, difícil, pero sin duda una labor que me permite (eso intento) ser una mejor persona. Aprender de mi hija y de mi madre y así entre las tres, construir ese hilo femenino de complicidad, de confabulación, de intimidad. 

No vayan a creer que no me encanta o no atesoro la relación con mi niño, ¡de ninguna manera! Ser mamá de un niño es una aventura de principio a fin. ¡Adrenalina pura! Pero esta vez quiero darle un toque más femenino a esta entrada, pensar en el tercer cumpleaños de mi hija, me ha dado fuerzas para escribir sobre su llegada. No pude hacerlo en su momento, la demanda de tener dos niños, de reorganizarnos todos, de ir aprendiendo a ser cuatro, hizo que dejara este relato para más adelante. Siento que ha llegado el momento.

Hace 3 años, estaba en la semana 39 de embarazo, me recuerdo grande, pesada, adolorida por momentos y tratando de compartir mi tiempo entre el trabajo, Ramiro que tenía 1 año y 4 meses y Josefina en la panza. Estiraba el tiempo como sea para llegar a mis clases de yoga prenatal, estaba convencida que esa práctica y el acompañamiento de Paulina (mi profesora) habían sido la clave del éxito de mi primer parto. Con esa experiencia en mi mochila, de haber parido sin epidural ni ninguna asistencia médica, lo más natural que se puede hacer en una clínica, hizo que me sintiera casi super poderosa para llegar con esa misma seguridad y confianza al nacimiento de Josefina.

Empecé mis primeras contracciones como a las 4 de la mañana, si bien eran leves y manejables, mi cuerpo ya se empezaba a preparar para el “trabajo” de parto. Si existe algún trabajo en el mundo, es sin duda, el de parto. A las 6 de la mañana me levanté para ir al baño y me di con la sorpresa que estaba sangrando muchísimo, más de lo que se puede esperar que salga del tapón mucoso. Me asusté y creo que producto del susto me pareció que Josefina ya no se movía dentro de mi panza. Desperté a Alejandro y le dije que quería ir a la clínica, quería que me vieran, me dijeran que todo estaba bien y luego, regresar a mi casa a hacer mi trabajo de parto. Como había hecho con Ramiro y como no dudaba tenía que hacer esta segunda vez. Así es que en pijama, me puse zapatillas y salimos. Recuerdo haber sentido pena de dejar a Ramiro dormido, hubiera querido contarle lo que pasaba, pero ser madre de dos, rápidamente te hace entender que hay momentos en que no puedes estar con tus dos hijos a la vez y en ese instante era Josefina quien me necesitaba. Además, me decía a mí misma, voy y regreso.

Llegamos a la clínica y me pusieron los chupones para monitorear a mi bebé. Felizmente estaba todo bien, ella y yo. El sangrado seguía, pero la verdad ya no me importaba, quería pararme, dar las gracias y regresar a mi casa. Pero al parecer cuando uno entra a los dominios de una clínica, difícilmente puede salir de ahí. Tuve que esperar que bajara el doctor a verme. Muy distinto a mi primer parto, ese día fue domingo, el doctor estaba ahí solo por mí, examinándome y esperando el momento en que llegara Ramiro. Fui la única en la clínica esa noche. Esta vez fue un día de semana, el doctor estaba atendiendo consulta mientras yo lo esperaba en la sala de dilatación. Cuando bajó, me examinó y me dijo “ya estás en casi 6, yo te diría que te quedes, es un segundo parto y va a ser más rápido que el anterior”. Sentí en esas palabras una sentencia que no esperaba. 

Quería regresar a mi casa, bañarme, ¡quitarme la pijama! comer algo, decirle a mi hijo que muy prontito iba a nacer su hermana, pero sobre todo, quería prepararme emocionalmente para recibir a mi niña, necesitaba conectarme conmigo misma, escucharme, tomarme el tiempo que mi cuerpo me pedía, estar a solas, en un espacio íntimo, personal, propio, vivir mis contracciones a mi ritmo, como lo necesitamos todas las mujeres y como yo había deseado que fuera.

Nada de eso sucedió, en ese momento Alejandro se fue a gestionar mi ingreso y llamar a mi mamá para pedirle que vaya a ver a Ramiro, ya que no íbamos a regresar a la casa porque estaba por dar a luz en cualquier momento. Esos minutos que Alejandro salió de la sala de dilatación para mi fueron eternos, me sentí completamente sola, derrumbada. Estaba agotadísima, había llegado a 6 de dilatación echada en una camilla, la peor de las posiciones. A insistencia mía logré quitarme los chupones y pararme, intentaba caminar, hacer mis ejercicios de relajación, respiración, balancearme sobre la pelota, nada funcionada. Tenía mucha hambre, no había comido nada en todo el día y no me dejaban comer. Recuerdo haber tomado agua de manera clandestina en un bidón que estaba cerca, ¡pero ni eso me dejaban! Estaba molesta con la situación y con la forma como estaba esperando la llegada de Josefina, tan distinto a lo que deseaba.

Cuando Alejandro regresó, lo abracé y me puse a llorar. Él no entendía lo que me pasaba, nadie lo entendía en realidad. Las enfermeras pensaban que sentía mucho dolor y sí, eso es lo que sentía, pero no solo físico, me dolía estar metida en ese espacio tan frio y público y tener que quedarme ahí. Me sentía atrapada. Luego de eso, todo empeoró, empecé a avanzar en la dilatación, debía estar en 7 u 8 y el cansancio que sentía era enorme. Cansancio físico evidentemente pero también emocional, toda esa situación de frustración me estaba pasando factura. Sentía que no tenía fuerzas, que no iba a poder llegar a 10, estaba aturdida, triste, desesperanzada. Lo único que atiné fue a pedir que me pongan epidural, ¡ya había intentado de todo! caminar, la pelota, pensar en otra cosa, conectarme con mi bebé, nada funcionó. Yo estaba en otra sintonía y no podía más.

Mientras me ponían la epidural me sentía tan vulnerable, la posición en la que estaba, la aguja enorme, el líquido frío entrando por mi cuerpo, era una sensación espantosa. Luego de eso ya no podía estar de pie, tenía que quedarme echada esperando que mi cuerpo mágicamente llegara a 10 de dilatación. Después de la anestesia me puse a llorar desconsoladamente, sentía que estaba abandonando a mi bebé, que ella estaba haciendo todo su esfuerzo dentro mío por nacer y yo me había rendido y había dejado de hacer mi trabajo. Sentía que echada no ayudaba a mi cuerpo, no me conectaba conmigo mismo, no estaba en la misma sintonía que mi bebé. Lloraba y nadie entendía lo que me sucedía, o eso era lo que yo sentía en ese momento. “¿Te sigue doliendo?” me preguntó la anestesióloga, me dolía el corazón, esa sensación de estar abandonando a mi hija me partía el alma.

Sabía que era algo mío, Josefina nacería igual con epidural o sin epidural, pero para mí, que valoro tanto el contacto mamá-bebé y que considero además que el trabajo de parto es un trabajo de a dos, el bebé hace su chamba para descender por el canal vaginal y la mamá, conectada con su bebé, siente como su cuerpo se va abriendo poco a poco a medida que aumentan los centímetros de dilatación. Además, que se pueda vivir de manera natural, sin nada que te apure como la oxitocina o te quite el contacto con tu cuerpo como la epidural. Eso que tanto valoro y que tanto deseaba vivir, esa vez no fue posible.

En medio de llantos y momentos de calma que llegaron después, me dio unas enormes ganas de pujar. Fue muy muy rápido, desde que llegué a la clínica hasta que di a luz habrán pasado unas 4 horas (con Ramiro demoré alrededor de 36). Me llevaron a la sala de partos y al primer pujo ya había salido Josefina, ¡al primero! Era increíble, así de rápido había llegado mi niña, decidida a pesar de los lloriqueos de su madre, fuerte, intensa, llena de vida. De la misma forma como se ha mantenido estos 3 años.

He necesitado de este tiempo para curarme de ese primer encuentro con mi hija, he aprendido que la vida nos da lecciones en todo momento y cuando menos lo esperamos. Que hay que afrontar con firmeza cuando las cosas no salen como uno las desea. Y que hay diversas historias de madres, hijos, partos, lactancias, todas válidas, sinceras, honestas, desde el corazón. Historias que nos ayudan a crecer, a encontrarnos con nuestras debilidades y limitaciones, que nos hacen más sensibles, más humanas, más mujeres. Por ese camino femenino es que quiero seguir transitando, caminando ahora de la mano de mi hija, abrazada por mi madre y acompañada siempre por mujeres maravillosas, parte de mi tribu materna, que enriquecen mi caminar. 

sábado, 13 de agosto de 2016

Hasta siempre Renato


Conocí a Renato en 1996, en el programa de confirmación del Belén. Él se estaba preparando para confirmarse y yo era parte del equipo de catequistas. Era la edad de conocer chicos y chicas de otros colegios, así es que rápidamente nos conocimos y nos hicimos amigos. Eran las épocas de las fiestas de pre, de prom y de las kermeses. Ese mismo año, Renato fue con su grupo de la Recoleta a tocar en la kermesse de mi colegio, yo me tuve que ir antes y no lo pude ver. Eso fue algo que veinte años después, me seguía reprochando.

Los de mi generación recordarán, que cuando empezamos a tener edad para salir con amigos, no existían los celulares, por lo que encontrarse con alguien en la calle, era una tarea compleja, pero con Renato, era asunto serio. Generalmente quedábamos en encontrarnos en Javier Prado con la Arequipa, desde ese cruce, podíamos ir fácilmente a cualquier lado. El problema era que los dos éramos sumamente impuntuales (digo éramos, porque yo he mejorado ligeramente). Si quedábamos a las 4, muy probablemente a las 4.30 ninguno de los dos había llegado. Cinco o diez minutos después, llegaría alguno de los dos, pero no sabíamos si la otra persona ya habría llegado, se habría movido, todavía no llegaba o se había ido. Renato diría que él siempre llegó antes que yo, yo creo que nos turnamos, pero seguramente él me esperó más veces.

Recuerdo con mucho cariño su breve paso por la PUC, ¡cómo nos encantaba tontear en el tontódromo! o en cualquier lugar de la universidad en realidad. Siempre buscaba algún pretexto para que le presente a mis amigas de psicología, aunque en realidad no lo necesitaba, llegó a conocer a todas mis amigas de la universidad y a las del colegio también. Tenía una gran facilidad para hacer amigos, pero sobre todo amigas, recordaba perfectamente los rostros y los nombres y paraba al tanto de lo que ocurría en nuestro mundo social. Si quería saber algo de alguien, era él a quien le debía preguntar.

Le encantaba el Barza, uno de sus sueños era conocer el Camp Nou. Mientras estuve en Barcelona, vivía muy cerquita del estadio y cada vez que hablábamos me decía “que chévere” y que de todas maneras vaya a visitar el campo del Barza y por supuesto, que le compre algo. Cada vez que he vuelto a Barcelona, sentía que era casi una obligación ir al Camp Nou y comprarle algún souvenir, porque sino, me mataba. Felizmente lo pude hacer, una vez hasta la grabé una barra super emotiva de los hinchas, en el estadio. ¡Le encantó!. Se contentaba fácilmente y apreciaba bastante las muestras de cariño, creo que en parte, por eso, era tan sencillo quererlo.

Veinte años de amistad, han sido suficientes para tener innumerables recuerdos, todos gratos, alegres, divertidos. Paseos, viajes, fines de semana en la playa, diversas actividades en nuestra querida comunidad, retiros, jornadas, cantos, charlas, ¡tantísimos cumpleaños juntos! celebraciones de año nuevo, conciertos, salidas sin motivo. Hemos crecido juntos, nos hemos acompañado en los momentos felices y nos hemos consolado en los tristes. Hemos metido la pata y nos hemos llamado la atención el uno al otro. Aunque haciendo honor a la verdad, Renato siempre fue especialista en meter la pata, pero como hermanos de la vida que éramos, hemos estado juntos y juntos fuimos aprendiendo a hacernos adultos.

El mismo día que partió, pensamos en hacer algo especial para despedirlo y se nos ocurrió, entre sus amigos más cercanos, llevar fotos que tuviéramos con él. La búsqueda de las fotos, ha sido una tarea hermosa, cada recuerdo era más bonito y divertido que el otro. Todos estábamos conectados, enviándonos las fotos, juntos, riéndonos, acompañándonos, sabiendo que la vida ha sido generosa con nosotros, porque amigos así, son definitivamente un regalo maravilloso.

Renato, mi amigo del alma, mi pata, mi hermano de la vida, se ha ido. No voy a negar que su partida me produce una profunda tristeza, pero sé que él ahora está en un mejor lugar. Sé que todo lo bueno que hemos vivido juntos, se queda en mi, sé que seguirá presente en nuestras reuniones, en nuestras conversaciones, en nuestros recuerdos. Gracias Renato por tu presencia, por todo lo bueno que has dejado en mi vida, gracias por tu cariño y tu preocupación constante. Gracias por ser mi amigo del alma, te llevo desde ahora y para siempre, en mi corazón.

¡Hasta siempre Renato!

viernes, 13 de mayo de 2016

Tu brevete por 150 soles

Tenía solo 3 días por delante para sacar mi brevete, porque al tercer día se cumplirían 6 meses desde que hice mi examen médico. Si en esos 6 meses no se tramita el brevete, se vuelve a cero y hay que volver a empezar todo de nuevo. Eso no me podía pasar. Esta vez tenía que sacarlo sí o sí.

Día 2:
Empezó accidentado porque no encontraba la cartilla del examen. Como no estaba en mi casa, pensé que estaría en mi carro. Me despido, bajo y empiezo a buscar dentro del carro. Tampoco estaba. Regreso a la casa, sigo buscando. Nada. Entonces pienso, cuando algo no está ni en mi casa ni en mi carro, pues claro, ¡está en la oficina! Llego a la oficina antes de las 8 de la mañana, no había nadie, solo algunas personas entrando para un focus. Subo al piso 7 y busco en mi sitio. Nada. Entonces, me empiezo a preocupar. ¿Dónde pude haber dejado la cartilla? Regreso al carro. Llamo a Alejandro y le pido que busque dentro de un cuaderno. Ya eran manotazos de ahogado. Hasta que de pronto, abro un compartimento del carro y ahí estaba. “Ya no busques nada, me voy a Conchán”.

Esta vez no me podían jalar, así es que iría a lo seguro. Practicaría en los circuitos bamba que están antes de llegar a Conchán, ahí me darían los tips y con eso no habría pierde. Llego fácilmente y dos o tres personas se acercan a preguntarme qué buscaba. “Quiero practicar el circuito”. 20 soles la instrucción, 20 el carro y 10 el circuito. “Yo voy a practicar en mi carro, solo quiero ir al circuito”. Le abrí la puerta al “instructor” y me empieza a llevar hacia el mundo de las pistas bamba. Estaba casi a orillas del mar, en lo que debía haber arena, habían puesto mucho desmonte, habían intentado asfaltar el circuito y remedar (aunque de manera muy burda) la ruta de Conchán.

El instructor me empieza a hacer preguntas, “yo te vi el lunes en Conchán, ¿qué pasó por qué no aprobaste?”, “¿pero ya tienes todo?”. “Yo te puedo ayudar, con 250 nomás aseguras tu brevete, para que no corras el riesgo”. Le digo que no, que yo manejo hace años, solo quiero practicar y volver a dar el examen. Así pasó una hora. En todo ese lapso íbamos conversando sobre la invasión que habían hecho los vecinos de la zona. Hay mucho dinero aquí, le comento. ¿Cómo se puede traer toda esa cantidad de desmonte y asfaltar? Hay que traer camiones para eso, le señalo. Sí claro, son varios grupos de personas que se han organizado. De vez en cuando viene La Marina y nos quiere sacar, pero se le da su propina y nos dejan trabajar tranquilos. Ahora el negocio ha crecido, me seguía contando. Todo el mundo tiene carro, así es todos los días. Eso sí, los sábados ni se aparezca, está full. Yo debo haber llegado casi a las 9 al circuito bamba y ya habían varios carros. La primera ruta estaba repleta, así es que seguimos avanzando más al fondo y entramos al segundo o tercer circuito. Luego me enteré que hay entre siete u ocho rutas de ensayo.

Antes de terminar, el instructor insiste “señorita le aconsejo que asegure su brevete, la veo patalear en estacionamiento y son bravos en Conchán, por cualquier cosa te jalan”. “Eso sí, lo único que no puede hacer es pasarse la luz roja, ¿pero eso no va a hacer, no?”. Me llamó la atención porque podían “asegurar” mi brevete pero el respeto por el semáforo era innegociable. Y me responde con total seguridad “es que hay cámaras, pasarse la luz ya es mucho roche, pero todo lo demás normal”. Le vuelvo a decir que no y antes de despedirme le pregunto por quién va a votar “todavía no sé, en la primera vuelta voté por PPK, pero esta vez creo que la china se la lleva”.

Seguí mi camino hacia Conchán, volví a saludar al vigilante de la puerta, al que le había hecho millones de preguntas el día anterior. Me reconoce con una sonrisa “¿qué pasó?, ¿otra vez por aquí?”. Sí, me encanta venir a Conchán, le contesté.

Vuelvo a inscribirme, el pata de la recepción también me reconoce (si, a él también le hice miles de preguntas el día anterior) y me dice “mañana se vence su cartilla”. Si, ya sé, por eso vine hoy, le contesté.

Lo que sigue es bien aburrido, así es que mejor saltamos hacia el día tres. Sí, me fui a la trica.

Día 3:
Estaba totalmente desanimada, deprimida y preocupada. Pero tenía que hacerlo, por lo menos intentarlo. Repetimos el plato, Alejandro dejaba a los niños donde mi mamá y yo me iba por tercera vez en una sola semana, a Conchán. Encima, les cambié la rutina a todos (de corazón, gracias).

Volví a parar en los circuitos bamba. Ahora sí había decidido probar con un carro pequeño. El orgullo del día anterior, que me impidió alquilar un carro chico, porque ¿cómo podía ser posible que no pueda aprobar el examen con mi propio carro?, había quedado por los suelos. Ya no tenía orgullo, dignidad, autoestima, nada de nada. Otra vez me enfrenté a un “instructor” que luego de hacerme varias preguntas, me llevaría a las rutas bamba y me alquilaría un carro para practicar. “Yo solo quiero practicar estacionamiento y alquilar un carro”, le insistí.

Y otra vez estaba en la zona de invasión, que ya conocía bien. “Entre por aquí” me dijo, señalando la entrada a la pista de ensayo. No quiero el circuito, solo quiero practicar estacionamiento. “Ya está bien señora, no se moleste, los estacionamientos están al frente”. Y entonces empezamos, ¿pero por qué la jalaron?, ¿usted vino ayer, no?, ¿y qué pasó?. Mire señora, yo le aconsejo que asegure su brevete, si ya la jalaron, no se puede arriesgar otra vez. Son solo 150 soles (esta vez me estaban rebajando 100 soles!!!), entre el alquiler del carro allá en Conchán y la práctica acá, va a terminar gastando más. “No es un asunto de dinero, no lo voy a hacer porque no es correcto”, le contesté. “Sí es correcto, ¿por qué no va a ser correcto?. Es solo una ayudadita, nada más”. Suficiente, nada bueno iba a salir de esta conversación y era inútil prolongarla.

Al final este pata resultó ser más mafioso que el del día anterior y me quiso subir la tarifa que habíamos pactado al inicio. Le dije que ya no quería nada y me regresé a mi carro. Estaba por irme, cuando una viejita me tocó la venta. “Yo le puedo alquilar mi carro y también le puedo enseñar”. La quede mirando y pensé, ¿qué podía perder?. “Ellos son jaladores y quieren ganar, en cambio yo soy propietaria, le alquilo mi carro y le cobro 35 soles”. Está bien señora, le dije.

Di vueltas con la señora Juanita por una hora, me explicó a su manera, pero me sentía mucho más cómoda con ella. Me contó que era viuda y que se dedicaba a alquilar carros, aquí en la pista bamba y también en Conchán. “Cuando vaya a alquilar, le dice a la señorita, que es alumna de Juanita y que le alquile mi carro. Ella ya sabe”. “Yo vengo desde Jesús María todos los días, tengo este carro y otro. Vamos a entrar al circuito, no va a pagar nada, yo voy a avisar. Ellos ya me conocen”. Me volvió a contar lo de La Marina, “ellos son los más fregados, la Municipalidad no, porque a ellos sí les pagamos impuestos”. No entendí muy bien cómo se podía pagar impuestos por una actividad que no está registrada y que además no entrega ni medio comprobante. Pero de que hay plata como chancha, la hay.

Me despedí de Juanita, “esta vez sí vas a aprobar, vas a ver”. Le agradecí y seguí mi camino a Conchán por tercera vez. Nuevamente el vigilante de la puerta “¿y ahora qué pasó?". A la tercera va la vencida le contesté. “Cuando apruebe viene por acá para felicitarla”, me dijo.

Y bueno, después de todo ¿qué creen qué pasó?. ¡Lo logré! Gasté mucho más que 150 soles, entre peajes, simulacros, ensayos bamba y alquiler de auto; pero ahora puedo continuar manejando con total desparpajo por las calles limeñas. Créanme que he pagado con creces el terrible descuido que he cometido.

Haber manejado hasta Conchán tres veces en una semana, que hayan intentado sobornarme dos días seguidos, haber pasado a la trica (cosa que nunca me había pasado antes) un examen que además según yo pasaría a la primera (ya se imaginarán, mi autoestima recontra pisoteada) y no haber podido planear ningún paseo con mis hijos, en la semana de vacaciones de Ramiro, por tener que ir a Conchán, ha sido un precio bastante alto. Sin duda, me lo merezco. Lección aprendida. 

Querido Conchán


Esta es la historia de una mujer distraída, olvidadiza, irresponsable y rebelde. Sí, adivinaron. La que viene a continuación es mi propia historia.

Iba yo manejando con total desparpajo por las calles limeñas, con mi brevete vencido. Recontra vencido. Tan vencido, que un buen día cuando por esas casualidades de la vida, aparecí en el Touring averiguando lo que tenía que hacer, me dijeron “todo el trámite de nuevo, como si sacara licencia por primera vez”. Esa noticia fue tan deprimente, que me di media vuelta y me fui. Sí, a seguir manejando con total desparpajo.

Pasaron los meses y el bendito brevete vencido me martillaba el cerebro “lo tengo que hacer, lo tengo que hacer” decía. Había empezado con el examen médico y con el pago al Banco de la Nación y con eso intentaba consolarme, diciéndome a mí misma, que ya había arrancado el trámite y que iba por buen camino.

Hasta que, llegó el día en que me paró la policía, con mis dos hijos en el auto. Como iba yo, repito, manejando con total desparpajo, en serio no era conciente de la gravedad de la falta que estaba cometiendo. Y así fue como ruegos de por medio, logré librarme de una multa de 1,900 soles y de que se llevaran mi carro al depósito. En ese momento recién me di cuenta, que manejar con el brevete vencido, es como no tenerlo, la falta de tránsito más grave de todas.

Ustedes que dijeron, ¿que al día siguiente me fui al Touring a dar mi examen teórico? Pues no. Y lo digo con mucha vergüenza. La falta de tiempo siempre es la excusa perfecta para postergar lo urgente, para dejar pasar, para aplazar los malos momentos. Lo que sí cambió en mí, es que ya no manejaba con total desparpajo, sino con cautela y huyendo de las batidas. Batidas que no sé por qué, de pronto aparecieron casi interdiario, en la avenida Reducto (avenida por la que paso entre 4 y 6 veces al día).

Hasta que, nuevamente llegó el día en el que saliendo de mi oficina, un viernes por la tarde (sí, en la avenida Reducto) con mis dos hijos además, zás! la policía haciendo batida en la puerta y en el otro sentido también. Estaba frita, porque además para ir a mi casa, tengo que dar la vuelta en U en Reducto. Osea, si no me paraban de un lado, me podían parar del otro. “No me puedo volver a exponer y menos con mis hijos otra vez”, pensé. Así es que, dejé mi carro estacionado y nos fuimos caminando a la casa. Lo que más me costó, fue tener que explicarle a Ramiro por qué había dejado el auto y había decidido que era mejor regresar caminando. Esta creo que fue, la gota que derramó el vaso.

Para ese momento, ya había dado mi examen teórico y lo único que me faltaba era ir a Conchán. Estaba en la recta final, tenía que sacar mi brevete sí o sí. Aquí recién empieza la verdadera historia.

Día 1:
Salí muy temprano de casa, con destino a Conchán. Llegué antes de las 8 y ya había una larga cola por la entrada de autos. Ni que decir, de la entrada peatonal. Esperé, entré y me sentí completamente perdida, ¿a dónde voy?, ¿cuál de todas las enormes colas hago?, ¿dónde explican la ruta?, ¿y si quiero practicar?, ¿alquilo un carro o doy con el mío?. Empiezo a averiguar y me doy cuenta que no había llevado suficiente dinero y que no se podía pagar con tarjeta y tampoco había un cajero cerca. Así es que caballero, tenía que dar el examen en mi carro. Pero yo, muy segura de mi misma, solo necesitaba que me explicaran la ruta, manejo hace más de 10 años, ¿cómo no iba a pasar un examen práctico en un circuito enano de Conchán? 

Pagué para dar un simulacro, entro y muy canchera me alineo para estacionar en paralelo (estacionamiento además que hago con frecuencia y que la mayor parte de las veces me sale a la primera) y empiezo, retrocedo, entro, me acomodo, avanzo, retrocedo. Hasta que se acerca un veedor y me dice “señorita no puede acomodarse, tiene que entrar en solo dos movimientos, salga del paralelo”. Demonios, quería refutar y decirle “señor, así se estaciona en la vida real, acaso no sabe?” Pero me callé. Salí, seguí, me equivoqué de ruta y salí del circuito sin haberlo terminado. Pésima señalización, no queda claro si debes doblar a la derecha o la izquierda, o qué camino seguir. Pero bueno, este era un simulacro, para eso había pagado un ensayo, nada estaba perdido.

Segundo intento, luego de haber revisado mejor las rutas para tratar de no volver a equivocarme, estaba nuevamente en la cola para entrar al circuito. El chico del carro del costado me pregunta “¿por qué vas a dar en un carro tan grande?”, exactamente lo mismo me preguntaba yo. “Porque no traje plata para alquilar”, empezamos a conversar y me dijo que en youtube había visto tutoriales de los circuitos y que ya lo tenía más claro. Este era su segundo intento y esta vez iba seguro. Que buena idea pensé! Y me puse a ver videos en youtube mientras esperaba que avanzara la cola para entrar al circuito nuevamente.

Esta vez me estacioné en paralelo en los dos movimientos que me pedían y no me equivoqué en la ruta. Por lo menos nadie se me acercó a decirme que había hecho algo mal. Salí y esperé los resultados. Había pasado un poco más de media hora, mi mente estaba muy concentrada en que tenía que estar de regreso en la oficina antes de la 1pm y pensando con quién se quedarían los niños por la tarde, ya que ni Alejandro ni yo habíamos ido a trabajar por la mañana (yo por estar en Conchán y él por quedarse con los niños). Hasta que de pronto, escucho Miranda Tovar.

Esta historia continuará…