jueves, 14 de diciembre de 2017

Con agüita y con arena, sueños vamos a inventar


Esta mañana fue la despedida de los niños que terminan el nido. Con un ritual muy significativo, se dijeron adiós varios niños hermosos, que parten a nuevos rumbos, entre ellos Ramiro. Ha sido una semana cargada de diversas emociones, lo hemos sentido claramente todos en casa, especialmente Ramiro, quien al igual que la madre, empezó a hacer notar sus primeras somatizaciones. ¡Qué difícil es despedirse! Soltar, dejar ir, aventurarse a lo nuevo, confiar en lo que viene, crecer… Y más difícil aún es acompañar este proceso, como si se tuviera alguna certeza de cómo hacerlo, como si la tristeza y la ilusión de los inicios y finales, nos permitieran pensar o sentir con claridad. Así, sin saber cómo, vamos viviendo con nuestros hijos cada momento de sus vidas, cada crecimiento, cada alegría, cada conquista, pero también sus tristezas y miedos, sus peleas y caídas y como hoy, vamos viviendo juntos nuestras primeras despedidas.

Han sido más de 4 años caminando juntos en La Casita, llegamos en agosto del 2013 cuando Ramiro tenía solo 6 meses. Cada lunes por la tarde, nos reuníamos para “jugar”, pero en realidad, entrar a la sala de juegos de bebes, era entrar en un espacio mágico, en un momento en lo que lo único que importaba era esa hermosa e intensa diada mamá-bebé, sin tiempos, sin juicios, sin instrucciones. Estando en La Casita aprendí a observar y respetar los tiempos de desarrollo de mi bebe, escuché por primera vez sobre atención temprana, pedagogía libre, la importancia de la autonomía en los niños y el sentido de los límites. Conocí una nueva forma de jugar, de explorar, de crecer, de hacer y fui sintiéndome acompañada, sostenida, mirada, querida.

La Casita ha sido (y seguirá siendo porque Josefina se queda todavía) el referente más importante de nuestra familia. Después de la casa, es el lugar en el que más tiempo pasan nuestros hijos, pero es sobre todo, el espacio que les ha permitido vivir su niñez a plenitud y por eso estoy profundamente agradecida. Por cada mañana de parque explorando en la tierra, descubriendo bichos, recogiendo ramitas, hojas y piedritas, por la ropa tan sucia que es una prueba de lo bien que lo han pasado. Por el taller de arte y todas las construcciones y creaciones que hacían a diario, por esa casa hermosa de dinosaurios (con huevos incluidos), por los dibujos y las pinturas, sin indicaciones, sin estímulos, sin patrones, por dejarlos crear, creer, crecer. Por el arenero y el chirimoyo, ese árbol maravilloso que le ha permitido a Ramiro sentirse grande a medida que lo iba trepando más y más. Por la canción de bienvenida de cada mañana, por las deliciosas (y saludables) loncheras compartidas, por los paseos caseteros, por las excursiones fuera de La Casita, por la paciencia, el cariño, las miradas y los abrazos. Por el grupo hermoso de padres y madres, con quienes hemos ido creciendo en este camino de la crianza y se han convertido en un grupo de referencia muy importante, pero sobre todo muy querido. ¡Por todo lo que me ha dejado La Casita en este tiempo, solo puedo decir gracias!

Estoy segura que Ramiro siente lo mismo y aunque habla con mucha ilusión de su colegio grande, también me ha dicho que quisiera quedarse un año más en La Casita. Sin embargo, confío en que Ramiro está preparado para vivir esta despedida, por lo menos está más preparado que yo, eso sin lugar a duda. Confío en él y en su forma apasionada de conocer el mundo, en sus enormes deseos de aprender, de preguntar, escuchar, ver, escribir, reconocer letras, lugares, olores. Veo a mi hijo y tengo la certeza que el próximo año será el comienzo de un gran camino que empezaremos a recorrer juntos.


Ver crecer a nuestros hijos es una experiencia indescriptible, crecemos con ellos, no hay duda, pero en ese crecimiento vamos dejando atrás esa relación intensa y hermosa de dependencia absoluta, para pasar a ser, acompañantes amorosos y respetuosos de sus propios descubrimientos y de sus nuevos caminos.


viernes, 2 de junio de 2017

Cuando llegó Josefina...

Dentro de poco se cumplirán tres años desde que nació mi niña. Han sido tres años intensos, de aprendizajes continuos, de reacomodarnos, de convertirnos en una familia de cuatro, que cada vez se consolida más y mejor. Para nada ha sido fácil, hemos crecido “a la fuerza”, a fuerza de adaptarnos, de criar casi en paralelo dos bebés, con pañales, coches, cunas y ¡ni qué decir de la teta! Pero ese tema mejor lo dejo para otro post, uno especialmente dedicado a la lactancia prolongada…

Ahora cerquita a los tres años, con una niña que ilumina su andar, que habla perfectamente, que camina, corre, trepa, baila, canta, que enamora, engatusa y chantajea, pero que sobre todo defiende con gran pasión lo que quiere, me siento agradecida con la vida. Ser mujer y tener una niña es un regalo hermoso, es una complicidad única, es identificación, sintonía. Mirarme en ella, reconocerme, sentirme. Recordarme niña, imaginarla mujer. Volver al pasado y tener presente la relación con mi madre, de mujer a mujer y tener ahora que formar una propia con mi hija, es una gran tarea, compleja, difícil, pero sin duda una labor que me permite (eso intento) ser una mejor persona. Aprender de mi hija y de mi madre y así entre las tres, construir ese hilo femenino de complicidad, de confabulación, de intimidad. 

No vayan a creer que no me encanta o no atesoro la relación con mi niño, ¡de ninguna manera! Ser mamá de un niño es una aventura de principio a fin. ¡Adrenalina pura! Pero esta vez quiero darle un toque más femenino a esta entrada, pensar en el tercer cumpleaños de mi hija, me ha dado fuerzas para escribir sobre su llegada. No pude hacerlo en su momento, la demanda de tener dos niños, de reorganizarnos todos, de ir aprendiendo a ser cuatro, hizo que dejara este relato para más adelante. Siento que ha llegado el momento.

Hace 3 años, estaba en la semana 39 de embarazo, me recuerdo grande, pesada, adolorida por momentos y tratando de compartir mi tiempo entre el trabajo, Ramiro que tenía 1 año y 4 meses y Josefina en la panza. Estiraba el tiempo como sea para llegar a mis clases de yoga prenatal, estaba convencida que esa práctica y el acompañamiento de Paulina (mi profesora) habían sido la clave del éxito de mi primer parto. Con esa experiencia en mi mochila, de haber parido sin epidural ni ninguna asistencia médica, lo más natural que se puede hacer en una clínica, hizo que me sintiera casi super poderosa para llegar con esa misma seguridad y confianza al nacimiento de Josefina.

Empecé mis primeras contracciones como a las 4 de la mañana, si bien eran leves y manejables, mi cuerpo ya se empezaba a preparar para el “trabajo” de parto. Si existe algún trabajo en el mundo, es sin duda, el de parto. A las 6 de la mañana me levanté para ir al baño y me di con la sorpresa que estaba sangrando muchísimo, más de lo que se puede esperar que salga del tapón mucoso. Me asusté y creo que producto del susto me pareció que Josefina ya no se movía dentro de mi panza. Desperté a Alejandro y le dije que quería ir a la clínica, quería que me vieran, me dijeran que todo estaba bien y luego, regresar a mi casa a hacer mi trabajo de parto. Como había hecho con Ramiro y como no dudaba tenía que hacer esta segunda vez. Así es que en pijama, me puse zapatillas y salimos. Recuerdo haber sentido pena de dejar a Ramiro dormido, hubiera querido contarle lo que pasaba, pero ser madre de dos, rápidamente te hace entender que hay momentos en que no puedes estar con tus dos hijos a la vez y en ese instante era Josefina quien me necesitaba. Además, me decía a mí misma, voy y regreso.

Llegamos a la clínica y me pusieron los chupones para monitorear a mi bebé. Felizmente estaba todo bien, ella y yo. El sangrado seguía, pero la verdad ya no me importaba, quería pararme, dar las gracias y regresar a mi casa. Pero al parecer cuando uno entra a los dominios de una clínica, difícilmente puede salir de ahí. Tuve que esperar que bajara el doctor a verme. Muy distinto a mi primer parto, ese día fue domingo, el doctor estaba ahí solo por mí, examinándome y esperando el momento en que llegara Ramiro. Fui la única en la clínica esa noche. Esta vez fue un día de semana, el doctor estaba atendiendo consulta mientras yo lo esperaba en la sala de dilatación. Cuando bajó, me examinó y me dijo “ya estás en casi 6, yo te diría que te quedes, es un segundo parto y va a ser más rápido que el anterior”. Sentí en esas palabras una sentencia que no esperaba. 

Quería regresar a mi casa, bañarme, ¡quitarme la pijama! comer algo, decirle a mi hijo que muy prontito iba a nacer su hermana, pero sobre todo, quería prepararme emocionalmente para recibir a mi niña, necesitaba conectarme conmigo misma, escucharme, tomarme el tiempo que mi cuerpo me pedía, estar a solas, en un espacio íntimo, personal, propio, vivir mis contracciones a mi ritmo, como lo necesitamos todas las mujeres y como yo había deseado que fuera.

Nada de eso sucedió, en ese momento Alejandro se fue a gestionar mi ingreso y llamar a mi mamá para pedirle que vaya a ver a Ramiro, ya que no íbamos a regresar a la casa porque estaba por dar a luz en cualquier momento. Esos minutos que Alejandro salió de la sala de dilatación para mi fueron eternos, me sentí completamente sola, derrumbada. Estaba agotadísima, había llegado a 6 de dilatación echada en una camilla, la peor de las posiciones. A insistencia mía logré quitarme los chupones y pararme, intentaba caminar, hacer mis ejercicios de relajación, respiración, balancearme sobre la pelota, nada funcionada. Tenía mucha hambre, no había comido nada en todo el día y no me dejaban comer. Recuerdo haber tomado agua de manera clandestina en un bidón que estaba cerca, ¡pero ni eso me dejaban! Estaba molesta con la situación y con la forma como estaba esperando la llegada de Josefina, tan distinto a lo que deseaba.

Cuando Alejandro regresó, lo abracé y me puse a llorar. Él no entendía lo que me pasaba, nadie lo entendía en realidad. Las enfermeras pensaban que sentía mucho dolor y sí, eso es lo que sentía, pero no solo físico, me dolía estar metida en ese espacio tan frio y público y tener que quedarme ahí. Me sentía atrapada. Luego de eso, todo empeoró, empecé a avanzar en la dilatación, debía estar en 7 u 8 y el cansancio que sentía era enorme. Cansancio físico evidentemente pero también emocional, toda esa situación de frustración me estaba pasando factura. Sentía que no tenía fuerzas, que no iba a poder llegar a 10, estaba aturdida, triste, desesperanzada. Lo único que atiné fue a pedir que me pongan epidural, ¡ya había intentado de todo! caminar, la pelota, pensar en otra cosa, conectarme con mi bebé, nada funcionó. Yo estaba en otra sintonía y no podía más.

Mientras me ponían la epidural me sentía tan vulnerable, la posición en la que estaba, la aguja enorme, el líquido frío entrando por mi cuerpo, era una sensación espantosa. Luego de eso ya no podía estar de pie, tenía que quedarme echada esperando que mi cuerpo mágicamente llegara a 10 de dilatación. Después de la anestesia me puse a llorar desconsoladamente, sentía que estaba abandonando a mi bebé, que ella estaba haciendo todo su esfuerzo dentro mío por nacer y yo me había rendido y había dejado de hacer mi trabajo. Sentía que echada no ayudaba a mi cuerpo, no me conectaba conmigo mismo, no estaba en la misma sintonía que mi bebé. Lloraba y nadie entendía lo que me sucedía, o eso era lo que yo sentía en ese momento. “¿Te sigue doliendo?” me preguntó la anestesióloga, me dolía el corazón, esa sensación de estar abandonando a mi hija me partía el alma.

Sabía que era algo mío, Josefina nacería igual con epidural o sin epidural, pero para mí, que valoro tanto el contacto mamá-bebé y que considero además que el trabajo de parto es un trabajo de a dos, el bebé hace su chamba para descender por el canal vaginal y la mamá, conectada con su bebé, siente como su cuerpo se va abriendo poco a poco a medida que aumentan los centímetros de dilatación. Además, que se pueda vivir de manera natural, sin nada que te apure como la oxitocina o te quite el contacto con tu cuerpo como la epidural. Eso que tanto valoro y que tanto deseaba vivir, esa vez no fue posible.

En medio de llantos y momentos de calma que llegaron después, me dio unas enormes ganas de pujar. Fue muy muy rápido, desde que llegué a la clínica hasta que di a luz habrán pasado unas 4 horas (con Ramiro demoré alrededor de 36). Me llevaron a la sala de partos y al primer pujo ya había salido Josefina, ¡al primero! Era increíble, así de rápido había llegado mi niña, decidida a pesar de los lloriqueos de su madre, fuerte, intensa, llena de vida. De la misma forma como se ha mantenido estos 3 años.

He necesitado de este tiempo para curarme de ese primer encuentro con mi hija, he aprendido que la vida nos da lecciones en todo momento y cuando menos lo esperamos. Que hay que afrontar con firmeza cuando las cosas no salen como uno las desea. Y que hay diversas historias de madres, hijos, partos, lactancias, todas válidas, sinceras, honestas, desde el corazón. Historias que nos ayudan a crecer, a encontrarnos con nuestras debilidades y limitaciones, que nos hacen más sensibles, más humanas, más mujeres. Por ese camino femenino es que quiero seguir transitando, caminando ahora de la mano de mi hija, abrazada por mi madre y acompañada siempre por mujeres maravillosas, parte de mi tribu materna, que enriquecen mi caminar.