jueves, 5 de septiembre de 2019

MU-D A N Z A


En los últimos doce años me he mudado seis veces. Seis. Dejé la casa de mis padres para irme a estudiar fuera del país, luego regresé y en poco tiempo me fui a vivir “sola”, lo pongo entre comillas porque fue un primer pinino de lo que significaba vivir como adulto independiente y responsable (si es que algo así puede ocurrir a los veintitantos). Luego pasé de vivir sola, a vivir en pareja y después ¡a vivir en familia! Estos últimos años han sido intensos, de enorme movimiento y crecimiento.

Cada mudanza trajo consigo una gran ilusión, cada una de ellas implicaba no solo novedad, sino una profunda convicción de que quería dar ese paso, como ir de menos a más. Al menos así lo sentía yo, pasé de ser dependiente a independiente, de tener un espacio alquilado a uno propio, de un depa pequeño a uno más grande y con cada cambio aumentaba también el número de personas que nos movíamos, primero yo sola, luego con Alejandro, ¡luego con Ramiro y finalmente con Josefina en la panza! 

Y así fuimos anidando, haciendo propio el espacio que nos acogía, formando hogar. La mayor parte de este tiempo la hemos pasado en un depa hermoso en donde Ramiro llegó de 12 meses y nació Josefina. Un espacio que nos quedaba enorme cuando recién llegamos y que nos demoró años implementar, digamos que siempre teníamos algo pendiente por terminar. A decir verdad, nos hemos ido de esa casa, sin haber hecho todo lo que planeábamos hacer y ya en los últimos meses tiramos la toalla, porque “ya nos íbamos”. Y ese “ya nos vamos” duró tanto, pero tanto, que hasta nos daba vergüenza cuando nos preguntaban “¿ya se mudaron?”.

Después de siete meses de haber encontrado un nuevo lugar y de haber decidido mudarnos, llegó el día en que Alejandro me dijo “ahora sí nos mudamos este viernes”. Debo confesar que esa frase ya la había escuchado como unas seis veces antes y cada una de esas veces la fecha se iba aplazando y la mudanza se seguía dilatando.

Pero llegó el día en que fue real, en que nuestras cosas fueron siendo guardas en cajas, desde las más pequeñas hasta las más grandes y transportadas en un camión gigante, el más grande que haya visto en mi vida. Fueron alrededor de 90 cajas, la cantidad de objetos que salían de ese camión gigante fue sorprendente. Así como fue sorprendente subir por los aires un ropero de dimensiones también enormes y nuestro colchón y nuestros muebles de sala y… así por el estilo.

Todo ese movimiento físico, todo ese traslado, todo ese cambio de lo externo, ha tenido sin duda, el mismo impacto o hasta mayor en lo interno. Ha sido esta sexta mudanza la que literalmente me ha movilizado, quitándome las paredes y el piso que le daban estructura a mi rutina, a lo familiar, a lo cotidiano. Pero a cambio, la vida me ha regalado unas paredes completamente nuevas, para que empiece a hacerlas mías, a sentirlas parte de mi nuevo hogar, de mi nuevo espacio. Con la hermosa oportunidad de corregir, de enmendar, de botar lo viejo y sacar lo nuevo. Y a esa tarea nos estamos dedicando por ahora.

No viene siendo fácil, porque esta vez nos hemos mudado cuatro personas, ya no hay bebés, sino niños acostumbrados a unas formas, a unos tiempos y a unas paredes específicas, que ahora han cambiado. Y aunque todos hemos participado y hemos aceptado ese cambio, el costo de adaptarse cuesta y nos cuesta a todos. Nos cuesta saber que lo que todavía no encontramos “debe estar en alguna caja”, nos cuesta tener trabajadores haciendo “algo” en la casa, nos cuesta saber que lo que antes era así, ahora es asá, pero sobre todo, lo que a mí más me cuesta, es cerrar una etapa y abrir otra. 

Sé que la casita que nos acogió durante nuestros primeros años como familia, ahora forma parte de nuestros más hermosos recuerdos y sé también que nuestra tarea ahora es empezar a crear nuevas historias, nuevos recuerdos, en este espacio recién estrenado, tan lleno de luz, de color y de amor. Y ese es un gran regalo de la vida.